Por Jaime Naifleisch Aisenberg (y Medvedév, Rosen Ree, Kaplan…)
De Israel Eliézer, el Baal Shem Tov, profeta en los albores de la Modernidad, podríamos decir lo que de Ieoshúa el Nazareno, en la última etapa de la Antigüedad: los que se apoderaron de él, de su respetado y prestigioso nombre, pero no de sus ideas, lo han tergiversado hasta hacerlo irreconocible. ¿O tiene que ver el que llaman Jesús de Nazaret, divinizado, con lo que la religión organizada dice de aquél profeta, en cuyo nombre justifican todo lo que la Torá rechaza, la divinidad de un hombre, la sumisión a los señores, la sobrenatural espera de justicia post mortem y la renuncia a la procura de justicia posible aquí, donde tiene lugar la vida, la idea de cuerpo y alma como entidades separadas, la supremacía del varón sobre la mujer…? Y la judeofobia, nada menos.
Con el Baal Shem Tov como con Ieoshúa «fundadores» del jasidismo y del cristianismo, respectivamente, ha sucedido en la Historia lo que con todos y cada uno de los maestros que, con mayores o menores méritos de lucidez, han emergido de entre sus pueblos, han señalado caminos, y han sido usados luego para el engaño y la mentira.
Eliézer decía de los rabinos del gaón de Vilna, que siete veces pronunciaron jerem, excomunión, contra él: «leen la Torá, sí, pero estudian el Talmud».
Este maestro vive y predica su buena palabra en una de las áreas más atrasadas de Europa que se resistía a dejar de ser brutalmente feudal. El espacio en el que vivía la mayor parte de los judíos ashkenasim, y en la mayor miseria de toda la judeidad. (Adjunto un video que tal vez no conozcan).
Su época continuaba revuelta por la aventura de Shabtai Zvi, 1626-1676, un iluminado al que un hábil acólito había proclamado «meshiaj» y «fundador», cómo no, de la secta shabateanista, que aparece, obvia e impunemente, después de su muerte, como la de Ieoshúa, como la del Baal Shem Tov.
Difundiendo su nombre se divulgó en todo el mundo de dominio cristiano y musulmán el llamamiento –que no sería el primero ni el último– de dejarlo todo y dirigirse a la Tierra de Israel, reconstruir el reino, vivir correctamente y esperar allí al designado del Señor, el meshiaj, para dirigir a los justos en la lucha final por la justicia universal.
Decenas de millares de -diríamos– «sionistas» se pusieron en marcha, desde el Reino Unido y el Báltico hasta el norte de África y Polonia, y Turquía… Enterado el sultán de la Sublime Puerta, el centro imperial turco otomano, de esa barahunda demográfica que llenaba los caminos de desvencijados carruajes con familias, de gentes a pie, a caballo que se dirigían a ese rincón de sus dominios, el Distrito palestino de la Provincia siria, mandó llamar al líder. El musulmán osmanlí creía en la Torá, y en las supersticiones de sus súbditos israelitas, como era natural –y casi general– entre sus correligionarios hasta la irrupción del islamismo judeófobo.
¿Y si en verdad el tal Zvi ha recibido una señal de Dios? Quiso saber. Hay quien dice que estuvo presente en la audiencia tras unas celosías, lo cierto es que escuchado por sus visires el califa, preocupado por el desorden público que esas multitudes podían generar en las aldeas califales, instó a Shabtai Zvi a convertirse al Islam, so pena de muerte. Zvi se convirtió, y algunos de los suyos. De esa estirpe provienen los donmë, los musulmanes de origen judío, que han sido élite intelectual de Turquía, maestros en Saloníca de Kemal, el que transformaría el catastrófico final del Imperio otomano (1918) en la moderna República de Turquía que ahora los «moderados» (¿?) están hundiendo en la barbarie islamista.
La aventura de Zvi había tenido el mérito de revolver a la judería, aplastada, resignada a la impotencia, el atraso, la miseria, con una propuesta de renovación de sus vidas. Cuando en unas pocas regiones (Inglaterra, Flandes) el comercio fundaba la industria, se salía de la oscuridad con las ciencias liberadas del yugo clerical, y aún ni había atisbos de movimiento alguno en pro de los derechos humanos, de las libertades, que sacaran a los siervos de la gleba de la omnipotencia feudal, ni a los nuevos siervos, los obreros, de la superexplotación industrial. Ni el gran Moses Mendelssohn, 1729-1786, el tercer gran Moisés, con su Haskalá, reclamando a los judíos que se autoemanciparan, ni Revolución Americana con sus Derechos del Hombre (1776), ni Francesa (1789), ni guerras liberales napoleónicas en Europa (1799-1815), ni Congreso de Tucumán (1816, la libertad sigue viva entre los Libres del Sur), eran aún imaginables cuando el Zvi mueve a la gente en dirección a una justicia posible en la Tierra.
Pero la apostasía, el abandono de Zvi, causaría una profunda depresión en la mayoría de los hebreos, mientras se multiplicaban los falsos mesias, como el polaco Frank, luego bautizado.
En Vilna, Lituania, ya entonces llamada la Jerusalem de Vilna, vivían hebreos con un grado de prosperidad mayor, y una corte sinagogal rica, solemne, ritualista. Que hoy llamaríamos «ortodoxa», nombre que entonces no se aplicaba a nadie.
Con el propósito de impedir un nuevo desorden en la judería, los rabinos lituanos, guiados por el talmudista Elijah ben Shlomo Zalman, 1720-1796, multiplicaron los rigores de la liturgia. Conmemoraciones del ciclo anual se hicieron larguísimas y complicadas, como el Seder de Pesaj, como el Iom Kipur, como toda la práctica judía. Los manuales de halajá se alambicaron hasta el agobio ritual (El mantel, Mopat, para ashkenasim, y La mesa servida, Shuljan Aruj, para sfaradim, los más difundidos). Se trataba de mantener a los fieles muy ocupados, y bajo la palabra de los oficiantes oficiales, para que ningún loco subversivo se hiciera con las congregaciones. Las normas dietéticas del kasher, sus ayunos, el lugar de la mujer, ganaron en rigor.
Al sur de Lituania se extienden las tierras de Polonia, Galitzia, la Vukovina… donde vivía esa mayoría pobrísima, indefensa, cuya ritualidad era a su vez sencillo folclore, con muchos elementos tomados de los pueblos de su entorno, como el del kayin enhore, el mal de ojo, probablemente de raiz turca preislámica.
Aquí es donde aparece Israel Eliézer, digamos en esta somera reseña. Hondamente piadoso con el prójimo, el sabio rechazó el nuevo rigorismo, esa reforma religiosa que caía sobre los míseros aldeanos –que ya empezaban a ser maltratados por sus vecinos católicos a medida que los papas convencían a los obispos para que acabaran con la larguísima convivencia, nacida cuando los Jagelon (circa 1386-1572) establecieron la moderna Polonia e invitaron a los ashkenasim masacrados en Alemania, a radicarse en su nuevo país. Ashkenasim de habla ídica, claro, que están en los orígenes de la Polonia moderna, donde su mame loshn, su lengua materna, tuvo un segundo florecimiento (es base de la que hablan en Nueva York y en Mea Shearim los «ultraortodoxos»).
Sale el judehuelo de su choza con suelo de tierra (envío imágenes de ellos) a buscar algún sustento para su mishpoje (familia), donde seguro que hay enfermos y débiles, encuentra espinas de pescado que un restaurante de clientes cristianos y judíos ricos va a tirar, y las lleva a casa con mondas de papa, y algo más si tuvo suerte ¿y el gaón de Vilna le va a decir qué toca comer ese día, o si es día de ayuno, o que debe permanecer de pie dos días en el Iom Kipur…?
No, dice nuestro Baal Shem Tov, somos Hombres, hemos de tender al bien, no tender al Mal (iétzer ha Tov, lo iétzer haRa), los jukim (obligaciones incomprensibles) no nos sirven ni servimos con ellas a Dios. Vayamos a la Torá.
Eliézer no dejó nada escrito. A su muerte sus fieles eran mayoría en el centroeste de Europa, y habían desoido a los rabinos que los expulsaban de la judeidad. Entonces aparecen los santones. Rodeados de su Corte de hijos, nueras y yernos en general aprovechados, que cobraban a los que recorrían penosamente distancias para ir a ellos, a que les curen el mal de ojo, en busca de consejo (este es el talmudismo que llega hasta el Freud viejo, el de la Sociedad Psicoanalítica, con la idea de que si no puedes pagar al analista es que no te quieres curar). ¿Me caso con Rivke? ¿me mudo a otra aldea?
Ese es el jasidismo de los siglos posteriores, aniquilado en la Shoá. También bailan en la presunta tumba del segundo gran Moisés, Maimónides, 1138-1204, por cuyo racionalismo contra la reforma de Saadia Gaón, obediente al sultán de Bagdad, fue expulsado de Al Andalus, y viajó hasta encontrar la muerte nadie sabe dónde. Los seguidores de Saadia, verdadero fundador de la reforma religiosa del año mil, fundada en el talmudismo del segundo milenio… son los que hoy idolatran a Maimónides, bailando sobre esa tumba de Tiberíades.
Grandes aportes judaicos a la conciencia son la libertad intelectual para el ejercicio de la crítica profunda (Walter Benjamin), y la interpretación de todo discurso. Veamos Bereshit (Génesis) en sus primeros capítulos, donde se recogen dos tradiciones sobre la creación de los seres humanos. Ishá (mujer) creada desde ish (hombre), desde dentro suyo, para ser su compañera, sobre la que él se enseñorea; Ish e ishá, a ambos los creó, desde la tierra roja, «a ambos los bendijo». Dos visiones del mundo, dos escalas de valores. Dos paradigmas. Dos weltanshauung. Lástima que la mala vulgarización eclesial haya hecho predominar una y ningunear la otra, que ahí está, indeleble.
Siempre ha sido así. La Torá no es dogma, seguimos escribiéndola –con lucidez y torpeza, como en el primer milenio, donde unos profetas describen a otros como falsos profetas. Como hace dos milenios, Hillel y Shamai. La Torá, Torat jaím, Torá para la vida, como la misma vida, es cambio: cada generación ha de afrontar sus propios desafíos, ha de debatir libremente, ha de dar golpes sobre la mesa si es preciso, ha de evitar a toda costa que la sangre llegue al río. Esa conducta correcta supera el valor eventual de las diferencias. El asesinato de Itzjak Rabin dista de ser norma entre israelitas en este mundo siempre ensangrentado.
Nunca hubo en un yishuv (judería de un lugar) una sola sinagoga para todos. No olvidemos a «Robinson Krusovich», que en su isla de náufrago, construyó tres templos. Un Bet am (Casa del Pueblo) era la suya, otra la de esos amigos que te invitan a un brit milá, a un bar mitzvah y ¿cómo no ir? «¿Y la tercera?» preguntó entonces el marinero que fue a rescatarlo, ¿Esa? Vist mishuge? (¿estás loco?) ¡A esa no voy ni que me maten.
En mi propia familia, rabinos, comunistas, sionistas, reformistas, jaredim, asimilados… han llegado a no hablarse durante un tiempo, ni cuando coincidían en el cementerio y lloraban a su madre. La Guerra Fría fue uno de los períodos de prueba más feroces, casi todos caímos en él, y nos enfrentamos, o nos dimos la espalda. Pero sabiendo, todos, o acaso casi todos, que discrepancia no es deslealtad. Esa conducta correcta añade valor a todos los planteos, y morigera lo que hubiere de erróneo o de insuficiente en ellas.
Sfaradim, ashkenasim (¿por qué con zeta?) teimanim, falashim… iekes, lítvake, ruski, osmanlí… Todo cabe, todo puede caber en la Torá. Lo que consideramos correcto y lo que incorrecto. Ibn Ezra, Maimónides, Najmánides, el Rashi, Luria, Spìnoza, Shabtai Zvi, Salomón Zalman, Israel Eliezer, Mendelsohn, Holdheim, Moses Hess, Heschel, Luzatto, Pinsker, Arkadii, Medem, Hertzl, Mandelstam, Ajad Haam, Mijoels… el aluvión de 1880-1940…, si no los consideras tuyos, aun si a unos más que a otros, o si adoras a alguno, puede que no hayas entendido el judaísmo, ese que «es irreductible al análisis», según Freud, ese enigma que no nos explicamos ni los judíos ni las gentes de otros pueblos.
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