La mujer de la ventana

Discurso de Amos Oz, en el momento que recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras
26/10/2007


Si adquieres un billete y viajas a otro país, es posible que veas las montañas, los palacios y las plazas, los museos, los paisajes y los enclaves históricos. Si te sonríe la fortuna, quizá tengas la oportunidad de conversar con algunos habitantes del lugar. Luego volverás a casa cargado con un montón de fotografías y de postales.
Pero, si lees una novela, adquieres una entrada a los pasadizos más secretos de otro país y de otro pueblo. La lectura de una novela es una invitación a visitar las casas de otras personas y a conocer sus estancias más íntimas.
Si no eres más que un turista, quizá tengas ocasión de detenerte en una calle, observar una vieja casa del barrio antiguo de la ciudad y ver a una mujer asomada a la ventana. Luego te darás la vuelta y seguirás tu camino.
Pero como lector no sólo observas a la mujer que mira por la ventana, sino que estás con ella, dentro de su habitación, e incluso dentro de su cabeza.
Cuando lees una novela de otro país, se te invita a pasar al salón de otras personas, al cuarto de los niños, al despacho, e incluso al dormitorio. Se te invita a entrar en sus penas secretas, en sus alegrías familiares, en sus sueños.
Y por eso creo en la literatura como puente entre los pueblos. Creo que la curiosidad tiene, de hecho, una dimensión moral. Creo que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo.

La capacidad de imaginar al prójimo no sólo te convierte en un hombre de negocios más exitoso y en un mejor amante, sino también en una persona más humana.

Parte de la tragedia árabe-judía es la incapacidad de muchos de nosotros, judíos y árabes, de imaginarnos unos a otros. De imaginar realmente los amores, los miedos terribles, la ira, los instintos.
Demasiada hostilidad impera entre nosotros y demasiada poca curiosidad.
Los judíos y los árabes tienen algo en común: ambos han sufrido en el pasado bajo la pesada y violenta mano de Europa.

Los árabes han sido víctimas del imperialismo, del colonialismo, de la explotación y la humillación.

Los judíos han sido víctimas de persecuciones, discriminación, expulsión y, al final, el asesinato de un tercio del pueblo judío.
Cabría suponer que dos víctimas, y sobre todo dos víctimas de un mismo perseguidor, desarrollarían cierta solidaridad entre ellas.
Desgraciadamente las cosas no son así, ni en las novelas ni en la vida real. Por el contrario, algunos de los conflictos más terribles son aquellos que se producen entre dos víctimas de un mismo perseguidor.
Los dos hijos de un progenitor violento no tienen por qué amarse necesariamente. Con frecuencia ven reflejada el uno en el otro la imagen del cruel progenitor.
Exactamente así es la situación entre judíos y árabes en Oriente Medio: mientras los árabes ven en los israelíes a los nuevos cruzados, la nueva reencarnación de la Europa colonialista, muchos israelíes ven en los árabes la nueva personificación de nuestros perseguidores del pasado: los responsables de los pogroms y los nazis. Esta realidad impone a Europa una especial responsabilidad en la solución del conflicto árabe-israelí: en lugar de alzar un dedo acusador hacia una u otra de las partes, los europeos deberían mostrar afecto y comprensión y prestar ayuda a ambas partes. Ustedes no tienen por qué seguir eligiendo entre ser pro-israelíes o pro-palestinos.
Deben estar a favor de la paz.
La mujer de la ventana puede ser una mujer palestina de Nablus y puede ser una mujer israelí de Tel Aviv. Si desean ayudar a que haya paz entre las dos mujeres de las dos ventanas, les conviene leer más acerca de ellas. Lean novelas, queridos amigos, aprenderán mucho.
Las cosas irían mejor si también cada una de esas dos mujeres leyese acerca de la otra, para saber, al menos, qué hace que la mujer de la otra ventana tenga miedo o esté furiosa, y qué le infunde esperanza.
No he venido esta tarde a decirles que leer libros vaya a cambiar el mundo. Lo que he sugerido es que creo que leer libros es uno de los mejores modos de comprender que, en definitiva, todas las mujeres de todas las ventanas necesitan urgentemente la paz.
Quiero agradecer a los miembros del jurado del premio Príncipe de Asturias que me hayan otorgado este maravilloso Premio. Muchas gracias y mis mejores deseos a todos ustedes.

Shalom u-brajá.

Traducción del hebreo de Raquel García Lozano

Amos Oz es un extraordinario escritor israelí, luchador infatigable por la paz. Fue precandidato al Nobel de literatura y recibió el premio Príncipe de Asturias de las Letras. Este fue su discurso de agradecimiento.

Lilli Jahn, la última judía del pueblo

Por FERNANDO ARAMBURU

Uno atraviesa con zapatos de domingo un prado que alguna vez, en tiempos remotos, fue escenario de una cruenta batalla. O descubre, yendo por la calle, una fachada de asperón en la que todavía se perciben las huellas de los disparos de aquella guerra que estudiábamos en el colegio. Pudiera ser que un pariente nos muestre una fotografía amarillenta, un chisquero roñoso, un reloj de bolsillo, objetos que, después de más de medio siglo de abandono dentro de un arcón, nos recuerdan quizá que procedemos de un abuelo fusilado en algún recodo abominable de la Historia.

En casos así, uno da en formularse ciertas preguntas, movido por el prurito de
resolver un enigma, de alumbrar el rostro de los antepasados o espoleado por la
simple curiosidad. Acude entonces a los libros, acaso a las hemerotecas, donde
probablemente hallará más datos de aprovechamiento general que respuestas a
su particular incertidumbre. De poco servirán nuestras pesquisas si los testigos
que pudieran proporcionarnos testimonio fidedigno de épocas pasadas reposan
bajo la tierra. O si, como ocurre con frecuencia, éstos todavía viven, pero no
están dispuestos a revelar pormenores de su experiencia traumática, quizá en el
temor de que su relato no sea comprendido, renueve un dolor o termine aireado
de manera frívola en los medios de difusión.

Al fin, por uno u otro motivo, no queda nadie que pudiera transmitirnos la
historia pequeña, la de los sucesos cotidianos de los individuos concretos, a
pesar de que nada acaeció jamás sobre la ancha faz de la tierra, por muy digno
que fuera de perdurar en letras de molde, que no hubiera tenido su puñado de
protagonistas con nombre propio. A veces, sin embargo, se le antoja a la
fortuna sacar a la luz, al cabo de los años, uno de esos destinos particulares que nos recuerdan que, tanto como en la suma ordenada de hechos relevantes
susceptibles de interpretación, la Historia consiste originalmente en cosas que le han ocurrido a alguien.

A finales del año 2002 vimos expuesto en los escaparates de las librerías alemanas un relato veraz centrado en la tragedia de una mujer de raigambre judía, llamada Lilli Jahn. El libro, cuya repercusión en las conciencias del lugar fue más que notable, apenas guarda semejanza con la literatura testimonial del Holocausto a que estamos habituados. Para empezar, no consiste en la crónica de un superviviente. Ni siquiera se trata de una crónica; antes al contrario, de una colección de documentos familiares, cartas en su mayoría, que, redactadas con sencillez y entreveradas de escuetas aclaraciones por parte del compilador, configuran una de las biografías más patéticas y enternecedoras que se conocen. Por todo ello, tanto como por la inclusión de numerosos textos salidos de cándidas manos adolescentes, creemos que no andan descaminados quienes han situado el libro en la onda del célebre diario de Anna Frank.

Por espacio de cinco décadas, cerca de 250 cartas que Lilli Jahn había recibido
durante el medio año que estuvo internada en el campo de trabajo de
Breitenau, al sur de la ciudad de Kassel, permanecieron guardadas dentro de
varios sobres y cajas. Cierta cantidad de misivas, de paquetes con alimentos y
de productos para la higiene personal le fue entregada bajo mano, se conoce
que con la ayuda de algún cómplice. La osadía habría podido costarles la vida a
los remitentes, que no son otros sino sus propios hijos. Se da por seguro que la
intercesión compasiva de una guardiana del campo evitó la destrucción de las
cartas. Poco antes de que Lilli Jahn fuese deportada a Auschwitz, en la
primavera de 1944, una persona anónima se encargó de llevárselas a su hijo
mayor, Gerhard Jahn, quien andando el tiempo llegaría a ejercer un cargo de
ministro en el gabinete de Willy Brandt.

Hasta el día de su muerte, acaecida en 1998, Gerhard Jahn custodió
celosamente las cartas, sin revelar jamás a nadie la existencia del delicado
legado. Sus cuatro hermanas, ¿qué otra cosa podían suponer sino que con la
desaparición de la madre se habían perdido también aquellos papeles
confidenciales, presumiblemente arrojados al fuego junto con el resto de las
humildes pertenencias de la prisionera? Claro está que, a pesar de los años
transcurridos, las hijas de Lilly Jahn se acordaban de las cartas. No en vano las
dos de más edad, Ilse y Johanna, fueron quienes, siendo mozas, redactaron la
mayoría de ellas. Ni en sueños hubieran podido imaginar que, llegadas a la
senectud, sus ojos volverían a recorrer aquellos lejanos renglones escritos por
ellas mismas con caligrafía adolescente y una emoción filial que parte el alma de
quien hoy los lee.

Martin Doerry, nieto de Lilly

Cierto día de 1999, las cuatro hermanas se reúnen para compartir recuerdos y lágrimas. Por turnos leen las cartas en voz alta.No faltan sonrisas suscitadas por este o el otro pasaje candoroso.Tras la lectura, convienen, como su hermano cinco décadas antes, en devolver a los sobres y cajas aquellos viejos testimonios escritos, decididas a mantener en secreto un asunto que no ha dejado nunca de proyectar una sombra negra en sus recuerdos.Y es que, tanto como la inquietud, las penalidades y los desvelos de las cuatro niñas abandonadas a su suerte (Gerhard fue incorporado de chaval a las baterías antiaéreas de Kassel), las cartas atestiguan el papel ominoso desempeñado por su padre no judío en la tragedia de Lilli Jahn. El varón por quien ella había renunciado a tantas cosas; a quien dio, como se decía entonces, cinco hijos, deshace en octubre de 1942 el matrimonio para casarse pocas semanas después con otra mujer.

Si se atiende al momento histórico en que se consuma el divorcio, éste supone
para Lilli Jahn una sentencia de muerte. Y, en efecto, las fieras uniformadas que
llevaban largo tiempo rondando su casa no tardan en golpear con el puño en la
puerta. Para los hijos que no comprenden la conducta del padre, que no se
atreven a pedir explicaciones y que, a la postre, se ven forzados a vivir bajo un
mismo techo con la madrastra aborrecida, el trauma quedará por siempre
asociado a un tabú. Tabú que sólo pudo ser superado en fechas recientes por
los nietos, uno de los cuales tomó bajo su responsabilidad la edición de las
cartas mencionadas. La iniciativa, en cualquier caso, se llevó a cabo con un
propósito evidente de reparación moral, procurando a una víctima del
Holocausto (y con ella, simbólicamente, a todas la demás) un lugar digno en la
memoria colectiva de los ciudadanos.

Nacida en la ciudad de Colonia el último año del siglo XIX, Lilli Jahn se crió en
una familia de judíos acomodados. Estimulada por el ambiente doméstico,
propicio al desarrollo de la sensibilidad artística, alimentó desde joven aficiones
literarias y musicales.En tiempos en que escaseaban las faldas dentro de las
universidades alemanas, Lilli Jahn completó de manera brillante sus estudios de
medicina. Ejerció la profesión mientras no le afectaron las disposiciones
antisemitas del régimen nazi. Fue todo lo emancipada que podía ser una mujer
de la época. Aparte su propia fuente de ingresos, tenía un círculo amplio de
amistades; pero también, y acaso fue ése uno de los factores determinantes de
su tragedia, un carácter dulce y compasivo que a la edad de 26 años la llevaría
a sacrificarse por el hombre débil que un día habría de dejarla en la estacada.
Todavía joven, Lilli Jahn abandonó su puesto de trabajo en la ciudad para irse a
vivir con su marido, también médico, en una localidad rural situada a poco más
de una docena de kilómetros al norte de Kassel. El pueblo es pequeño y está
apartado de toda ruta principal. El cambio de residencia no debió de resultar
sencillo para una persona como Lilli, mujer con trato de gentes, asidua de los
conciertos y las representaciones teatrales. Pero no le falta, al principio cuando
menos, en Immenhausen, que así se llama el sitio, un horizonte que confiera
sentido a sus días: la práctica de la medicina, en tanto se lo permitan, y la
crianza de los hijos, un niño y cuatro niñas, la menor de las cuales nacerá
apenas tres años antes de que la Gestapo se lleve para siempre a su madre.

Familia de Lilly

En un lugar donde todo el mundo se conoce resulta harto difícil dar un paso sin que se enteren los demás. A causa de la estrecha vecindad, los sentimientos hostiles tienden a exacerbarse rápidamente. Las víctimas experimentan el rechazo social de una manera inmediata, sin las rachas de alivio que el anonimato permite, hasta cierto punto, en los grandes centros urbanos.

Nada más instaurarse el régimen nacionalsocialista, la reducida colonia judía
afincada en Immenhausen emprende la huida. A los nazis del pueblo, ansiosos
por demostrar su adhesión a la barbarie, sólo les queda una presa en quien
cebarse. El alcalde no se cansa de apremiar a la policía secreta para que venga
a llevarse cuanto antes a la única judía del pueblo. Una parte de los vecinos
secunda el furor de la máxima autoridad local; el resto, salvo contadas
excepciones, pasa de largo sin volver la mirada. Merecedores de estima hasta
hace poco, a los Jahn se les rehúye ahora como a apestados. Lilli no está
autorizada a recibir pacientes. Tuvo que arrancar de la fachada la placa con su
nombre y apenas se atreve a salir de casa. Por si acaso ha puesto su caudal a
nombre del cónyuge.

El acoso y prendimiento de aquella mujer bondadosa (ayudó, por ejemplo, a
parir a la amante de su marido) resultan ilustrativos de la mentalidad legalista
con que actuaba el aparato represor nazi. El objetivo, como se sabe, no es otro
que la eliminación física del ciudadano judío. A dicho fin se promulgan leyes que
no sólo justifican la persecución, la confiscación de bienes y el asesinato, sino
que otorgan a la acción criminal auspiciada desde las instancias del poder una
pátina de justicia. Menudean entonces los decretos arbitrarios, pero eficaces en su función de privar de inocencia a los elegidos para víctimas. Sentada la culpa, el verdugo puede presentarse como un benefactor a los ojos del pueblo.
El divorcio dejó a Lilli Jahn expuesta a restricciones legales que no le habían
afectado mientras mantuvo su lazo matrimonial con un ario. Por espacio de
nueve meses siguió acogida a la casa de su ex marido. Todavía la protege del
destino atroz previsto para los de su estirpe la circunstancia de ser madre de
cinco hijos no del todo impuros desde el punto de vista de la raza, uno de los
cuales está, además, implicado en la defensa militar de Kassel.

Para Lilli Jahn comienza la última fase de su calvario en el verano de 1943,
cuando, tras ser llamado a filas su ex marido, se convierte en la única ocupante
de la casa. Por orden expresa del alcalde, cuyo tesón persecutorio al fin se
corona con el éxito largo tiempo apetecido, Lilli y sus cuatro hijas son obligadas
a abandonar el pueblo. En Kassel, donde les será asignado un piso, una
pequeñez provoca la detención de Lilli. Un vecino partidario de las leyes
antijudías vigentes la ha denunciado por fijar junto al timbre de la puerta un
letrerito en el que, además de figurar su título de médica, falta el obligatorio
nombre de Sara.

Apresada la madre, las niñas se quedan solas. En Kassel les pilla el espantoso y, por qué no decirlo claramente, criminal bombardeo de octubre del año 43. El padre se deja ver de vez en cuando. Sus hijos le insisten para que haga gestiones cerca de un pariente relacionado con la Gestapo, con vistas a lograr la liberación de Lilli Jahn. El, hombre pusilánime, se muestra tibio, da largas al asunto, hace como que hace y al fin no hace nada. Las cuatro niñas, destruido por las llamas el edificio que las cobijaba, han de volver a la casa de Immenhausen, donde en adelante se verán sometidas a una difícil convivencia con la madrastra. Allí conocerán la discriminación que les cierra las puertas de algunos colegios. Las dos mayores, Ilse y Johanna, de 14 y 13 años respectivamente, no se cansan de enviar cartas a la madre ausente, a la madre esclavizada, tratando, por medio del relato de los hechos cotidianos y de las muestras incesantes de cariño, de conservar una normalidad familiar que ya no existe ni existirá jamás.

Lilli Jahn falleció un día de junio de 1944 en el campo de exterminio de
Auschwitz. En la actualidad, una calle y una escuela de Immenhausen llevan su
nombre.

Fernando Aramburu es escritor, autor, entre otras, de las novelas Los
ojos vacíos (2000) y El trompetista del Utopía (2003).

La historia de Lilli Jahn ha sido recuperada por su nieto, Martin Doerry
(periodista de Der Spiegel), en Mi corazón herido, publicado recientemente en
español por Taurus.

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Fuente: http://www.almendron.com/politica/pdf/2003/reflexion/reflexion_0019.pdf