Todos somos Homer Simpson

Todos somos Homer Simpson
Por Santiago Navajas

Hace unos años regalé a un tierno infante por su cumpleaños el pack de la segunda temporada de Los Simpson. La madre me miró como si le hubiese pasado las obras completas de Hugh Hefner. Dada mi querencia filosófica, caí en que por mucho menos a Sócrates lo condenaron a muerte en Atenas por presunta corrupción de la juventud.

Intenté tranquilizarla argumentando que al fin y al cabo la serie de dibujos que creara Matt Groening cuenta con producción de la muy conservadora cadena Fox. ¡Como si ella y yo no supiéramos que Groening y sus secuaces guionistas no son sino los bufones de la imperial corte de Rupert Murdoch!

El 17 de diciembre de 1989 se emitía el primer capítulo de Los Simpson. Veinte años, 21 temporadas y 450 capítulos después, aún mantienen un éxito considerable y una audiencia global multimillonaria aunque interclasista. Pero ya se ha propagado la expresión «Estás más visto que los Simpson». Y es que Antena 3 ha abusado de una de sus series más exitosas repitiendo las temporadas sin orden ni concierto. Lo que no ha sido óbice para que sea celebrada tanto por el opusdeísta Federico Trillo, que celebra las virtudes intelectuales y la voluntad de Lisa Simpson, como por el activista gay Pedro Zerolo, que subraya que la susodicha Lisa es una activista de los derechos de los homosexuales que consiguió que en Springfield se celebrasen bodas gays (al fin y al cabo, en Estados Unidos la pela es la pela, los gays tienen un poder adquisitivo alto, Bart siente cierta atracción por Millhouse y Homer es capaz de cualquier cosa siempre que haya cerveza).

Los autores estadounidenses llevan décadas intentando escribir la Gran Novela de su país, el equivalente de La Divina Comedia, Don Quijote o En busca del tiempo perdido. Tengo para ellos una mala noticia. Y otra peor. La mala noticia es que, dado el carácter colectivo de los Estados Unidos, en el fondo más comunitarista que individualista, esa gran obra que represente y sintetice el país tendrá que ser obra de una conjunción de perspectivas y talentos, más cómica que trágica, más populachera que elitista. La peor es que ese esfuerzo colectivo ya se ha realizado. Los Simpson es la gran obra cultural de Estados Unidos, la que mejor ha sabido expresar su destino único: vulgar al tiempo que cosmopolita, paleto en lo universal, narcisista a fuer de globalizador. Los Estados Unidos como una metáfora de lo que debiera ser un gran Orden Mundial de las libertades y los derechos, irónico y mordaz, comprometido y combativo, en el que quepan la risa y la (auto)crítica. Como en el anuncio de Coca Cola –otra de las grandes contribuciones estadounidenses a la cultura democrática desde una perspectiva gastronómica–, los Simpson son

para los gordos, para los flacos, para los altos, para los bajos, para los que ríen, para los optimistas, para los pesimistas, para los que juegan, para las familias, para los reyes, para los magos, para los responsables, para los comprometidos, para los náufragos, para los de allí, para los que trabajan, para los de aquí, para los románticos, para los que te quieren, para los que no te quieren, para los que te quieren mucho, para los que te quieren poco, para los bronceados, para los nudistas, para los supersticiosos, para los originales, para los calculadores, para los sencillos; para los que leen, para los que escriben, para los astronautas, para los payasos, para los que viven solos, para los que viven juntos, para los que se enrollan, para los que besan, para los primeros, para los últimos, para los hombres, para los precavidos, para ella, para los músicos, para los transparentes, para los que disfrutan, para los fuertes, para los que se superan, para los que participan, para los que viven, para los que suman, para los que no se callan, para nosotros… para todos.

Se puede disfrutar de Los Simpson siendo un niño de primaria y un catedrático de Física Cuántica. Y realmente dudó sobre quién disfrutará más. Evidentemente, el niño de primaria no es capaz de apreciar todos los chistes culturetas que se prodigan en cada capítulo, desde explícitos homenajes visuales a Orson Welles y su Ciudadano Kane hasta burlas brutales de ese escritor al que nunca ha visto nadie, y han leído menos, al que representan con una bolsa de cartón cubriéndole la cabeza, pasando por metafísicas exploraciones de los multiversos que tan en boga están. Pero sí se fascina por la desgarbada y promiscua expresividad corporal de Homer Simpson, la recuperación de las locas persecuciones o el slasptick (comedia con violencia hiperbólica) de esos dibujos dentro de los dibujos que son Rasca y Pica. En conclusión, que para apreciar en toda su seria comicidad has de poseer cierta cultura combinada con algo de inocencia. Y es que, como les homanejearon en la serie de dibujos animados, todavía más gamberra, South Park: «Todo se ha dicho ya en los Simpson». Y de la mejor forma posible.

Los Simpson son una estupenda vía de valores democráticos y liberales en una equilibrada ponderación que podría ocasionar el consenso de los más conservadores y los más radicales. La crítica a las grandes corporaciones, representadas en el tacañísimo, perverso pero siempre grande señor Burns al frente de una central nuclear, se alía con la defensa del ecologismo, encarnado en la comprometida, concienciada pero ridícula Lisa Simpson. Y es que siempre hay un pero en Los Simpson. Ni los presuntos buenos son tan buenos como ellos se creen –Lisa es una perfecta representación de la hipertrofía moralista de las almas bellas izquierdistas– ni los presuntos malos dejan de tener un lugar en la sociedad –cuando el egoísta y cruel señor Burns deja de dirigir, la central nuclear de la ciudad se sume en el caos–. Espejo de nuestras grandezas y miserias a veces nos devuelve un reflejo excesivamente lúcido de la condición humana. Hay, sí, dentro de cada uno de nosotros una Lisa y un Bart, un Flanders y un Barney… en definitiva, todos somos un poco Homer Simpson, personaje que, como Ulises, Fausto y Don Juan, se ha ganado un lugar en el Panteón de los arquetipos universales que ha producido Occidente.

Como ha reconocido incluso L’Osservatore Romano en su felicitación a la serie:

Sin la poco pudorosa mediocridad de los habitantes de Springfield mucha gente se hubiera olvidado de reír.

PS: …para los creyentes, para los agnósticos, para los ateos…

Del blog de SANTIAGO NAVAJAS.

Hatikva, estilo brasilero

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‘Our class’: fantasmas del pasado

‘Our class’: fantasmas del pasado

La obra de Tadeusz Slobokzianek, en el Cottesloe, revela la verdad sobre la matanza judía de Jedwbane en 1941, y es uno de los grandes éxitos de la temporada londinense: denuncia, épica y emoción incontenible

MARCOS ORDÓÑEZ 23/01/2010
El pasado sábado, Félix de Azúa publicó en este diario un estupendo artículo sobre el origen de las guerras, esa revuelta mezcla de «enajenación, embriaguez ante el olor de sangre humana, agravios remotos, alucinaciones nacionales y patrias heridas de muerte». Hablaba Azúa de un amigo, superviviente de la guerra de los Balcanes, y de su grupo de compañeros universitarios, «que se reunían sin saber si uno era bosnio, croata el otro, montenegrino un tercero», y que de repente, de un día para otro, se convirtieron en enemigos irreconciliables, en desaparecidos, en víctimas de una u otra bandera. Justamente de eso va Our class, de Tadeusz Slobodzianek, uno de los grandes éxitos de la temporada teatral londinense y una de las obras más emocionantes que he visto en mucho tiempo; una valiente denuncia y una saga con el aliento de las grandes novelas y las grandes películas. El 10 de junio de 1941, los judíos de Jedwabne, un pueblo del noroeste de Polonia, fueron conducidos hasta un granero y quemados vivos. Durante medio siglo, la masacre fue atribuida a los ocupantes nazis. En 2001, el historiador Jan Gross reveló en Neighbours que los verdaderos responsables fueron polacos: la gente del pueblo, sus propios amigos y vecinos. En 2004, la periodista Anna Bikont corroboró los hechos en We from Jedwabne. A partir de ambos textos, Slobobzianek arma en 2008 la épica ficción de Our class, traducida al inglés por Ryan Craig, y estrenada antes en el Cottesloe (NT) que en su tierra natal, donde el tema sigue siendo tan poco grato como el de la colaboración en Francia. El relato narra las vidas (y muertes) de diez compañeros de la escuela de Jedwabne, cinco judíos y cinco católicos que viven ajenos a sus presuntas «diferencias» hasta que comienzan a soplar los vientos doctrinarios. Vientos del nacionalismo polaco, cuyos ensotanados representantes predican el odio a los «asesinos de Cristo», y engañosos vientos de cambio, que llegan con los soviéticos en 1939. Menachem (Paul Hickey) y Katz (Edward Hogg) han abrazado la causa de la izquierda, pero no tardan en descubrir la oscura verdad del estalinismo. Rysiek (Rhys Rusbatch), Heniek (Jason Watkins) y Wladek (Michael Gould) entran en la resistencia. Zygmunt (Lee Ingleby) traiciona al grupo: denuncia a Rysiek a los rusos y culpa a Katz para cubrirse. Abram (Justin Salinger) ha emigrado a Estados Unidos y envía esperanzadas cartas desde el Nuevo Mundo, empeñado en creer que la amistad de sus compañeros sigue siendo indestructible. Tras la anexión nazi de 1941, los judíos vuelven a ser el chivo expiatorio: por «antipolacos», por antiguos prosoviéticos, por su diferencia. Las hordas del pueblo, enardecidas por los hitlerianos, se suman a la caza, y los cuatro jóvenes patriotas, con manos libres para saquear y matar, acaban a golpes con Katz y violan a Dora (Sinead Matthews), la esposa de Menachem, aprovechando su ausencia.
La primera parte acaba con la estremecedora escena de la masacre en el granero, narrada en contrapunto por las voces de los asesinos y el monólogo de Dora, camino del suplicio con su hijo en brazos. Es imposible sintetizar aquí todas las peripecias de la segunda parte, que cubre sesenta años de las vidas de los personajes, desde el final de la guerra hasta el presente. Pasan a primer plano las otras dos mujeres del grupo escolar, la campesina Zocha (Tamzin Griffin), que oculta a Menachem en su casa, y la judía Rachelka (Amanda Hale), que se casa con Wladek, previa «cristianización» y cambio de nombre; también gana en profundidad el personaje de Menachem, ahora capitán de la policía secreta polaca y cazador de antisemitas, y el trágico perfil de Wladek, loco de amor y torturado por la culpa. Y los de Zigmund y Heniek, convertidos en pilares de la comunidad (falso héroe de guerra el primero, sacerdote el segundo) que, como en Mystic River, la novela de Lehane, viven bajo el peso insoportable del secreto que, inevitablemente, acabará por emerger. Es magistral la organización narrativa de Slobodzianek (aunque no le vendría mal algún recorte: la función se pone en tres horas), aunque no lo es menos la puesta en escena de Bijan Sheibani, gran revelación en el Grec 07 con The Brothers Size, que se llevó el premio al mejor espectáculo extranjero de la crítica barcelonesa. Desnudez, claridad y un superlativo trabajo actoral siguen siendo las bazas de este joven director británico. Escenario vacío, luz cenital, diez sillas, y otros tantos intérpretes que realizan la proeza de pasar de la infancia a la vejez sin maquillajes, sin pelucas, sin clichés. Diez intérpretes que narran y dialogan, que pasan de la reflexión al arrebato, que cantan y bailan, que se abrazan y pelean, y que nunca abandonan el rectángulo del Cottesloe, porque el texto pide que los personajes muertos continúen en escena, fantasmas siempre presentes en la memoria de los vivos. Dos sutiles y poderosísimas pinceladas de dirección: la leve columna de humo cayendo de los telares durante el pasaje del incendio, y el hoyo cubierto de cenizas que aparece en la segunda parte, tras el intermedio, en el centro exacto del escenario. Cuesta elegir entre tal o cual actor porque todos son, pese a su juventud, de primerísima fila; cuesta, igualmente, quedarse con tal o cual escena porque las cotas de emoción se agolpan en el recuerdo, pero hay tres momentos que me partieron el alma: Dora, la alegre Dora, avanzando hacia la hoguera convencida de que les llevan al gueto de Lomza; las piernas de Rachelka doblándose durante el tango con Wladek, al ver que todos los regalos de boda son objetos saqueados en las casas de sus amigos muertos; la carta final del viejo rabino Abram, desde Nueva York, enumerando la lista de nietos y bisnietos y primos y sobrinos que han acudido al funeral de su esposa, su inmensa familia superviviente: la misma voz, orgullosa y entera, que recitó los nombres de la masacre. Our class pasará pronto al West End, está cantado. También debería conocerse cuanto antes en nuestro país.

© EDICIONES EL PAÍS S.L. – Miguel Yuste 40 – 28037 Madrid [España] – Tel. 91 337

Israel… Un país sin estaciones de servicio

Israel….. Un país sin estaciones de servicio

Israel creará la primera red de coches eléctricos del mundo. La instalación de 500.000 tomas a lo largo de su territorio permitirá recargar baterías por todo el país. Los vehículos serán entregados en comodato, un mecanismo similar a lo que ocurre con los teléfonos celulares. La revolucionaria tecnología estará disponible a partir del año 2011 y se propone cambiar el paradigma energético mundial Vivir sin petróleo. Es el sueño de la legión de países importadores que aspiran a reducir emisiones de gases contaminantes, dejar de depender de países políticamente inestables y sanear los bolsillos de los consumidores. En el caso de Israel, país en conflicto con sus vecinos de Oriente Próximo, las aspiraciones de suficiencia energética van muy en serio. Y piensan lograrlo con la puesta en marcha de la primera red de coches eléctricos del mundo, que contará con 500.000 puntos para recargar baterías por todo el país y cuyos automóviles a pilas empezarán a salir a la calle el año que viene. Para nutrir la red eléctrica, el Gobierno sembrará de placas solares el desierto del Néguev y pondrá en marcha una batería de medidas legislativas. «En el pasado ya lo hicimos con la alta tecnología, con el software. En el futuro lideraremos el mundo de las energías renovables», explica Hezi Kugler, director general del Ministerio de Infraestructuras israelí. Hasta ahora, los coches eléctricos no han logrado adaptación en el mercado, en parte por su falta de autonomía y de puntos para recargar las baterías. Israel considera que, por sus características, puede ser el lugar ideal para este tipo de proyecto. En este pequeño país, la distancia entre los núcleos urbanos no supera los 150 kilómetros . Además, parte de sus fronteras -con Líbano y Siria- son intransitables para los israelíes por motivos políticos, lo que reduce los viajes de larga distancia. «No tenemos paz con nuestros vecinos. Esa desgracia se convierte en oportunidad para experimentar nuevas tecnologías», asegura Mark Regev, portavoz del primer ministro israelí, Ehud Olmert. El coche se podrá cargar en casa por la noche, haciendo uso de los excedentes energéticos del día o en puntos repartidos por el país, así como en estaciones de servicio. Nissan y Renault se han comprometido a producir estos vehículos en masa en 2011, pero los primeros empezarán a circular el año viene.. Los israelíes buscan dejar atrás el concepto coche-conductor/propietario. El nuevo modelo económico se parece mucho al de los teléfonos móviles. Los coches serían los aparatos, y la red de baterías, la compañía telefónica. «Se dejará de comprar coches, igual que se ha dejado de comprar teléfonos. Lo que se contrata es el uso del aparato para un número máximo de kilómetros, así como el servicio técnico», explica Dafna Berezovski, directora de marketing de Better Place, la empresa que está detrás del invento.. El precio mensual del contrato del coche eléctrico, aseguran, será siempre menor que lo que los conductores invierten ahora cada mes en nafta.. El padre de la criatura es el empresario israeloamericano Shai Agassi, un seductor que se pasea por foros como el de Davos y que ya ha conseguido convencer al Gobierno israelí y al danés, y va camino de seducir a otros tantos países europeos, incluido el Reino Unido.. Su primer ministro, Gordon Brown, se ha mostrado muy interesado. «Israel es sólo un primer paso. Aspiramos a una revolución energética en el mundo entero», dice Berezovski. Será Better Place, una empresa privada, la que corra con los gastos de este proyecto, para el que cuentan con financiación al menos para la primera fase (130,5 millones de euros, a los que deberán añadir otros 533 más adelante). Por su parte, el Gobierno modificará las leyes e incentivará el uso de los nuevos coches. Hoy, los israelíes pagan hasta un 80% de impuestos al comprar un coche; el Ejecutivo los reducirá hasta el 20% para la compra de vehículos eléctricos. La idea se gestó hace un año, cuando Agassi obnubiló al presidente Peres durante un encuentro de empresarios. Entusiasmado Peres, Agassi le informó sobre las reformas legislativas necesarias, incluidos potentes incentivos fiscales. Los detalla el director general Kugler, que cuenta que los coches son sólo una pieza más del engranaje de la revolución energética en ciernes con la que en 2020 Israel pretende haber reducido al menos el 25% de las importaciones de petróleo. «Estos coches tienen que alimentarse con energía limpia.. No tendría sentido reducir por un lado las emisiones, pero aumentarlas por otro para producir la electricidad que consumen».. Esta misma semana, el Gobierno ha aprobado un millonario paquete legislativo para incentivar las renovables. Tienen en la cabeza sacar el máximo rendimiento energético al desierto del Néguev, al sur del país, donde se instalarán proyectos de energía solar hasta alcanzar los 4.000 megavatios.

Fuente: Cidipal